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Introducción a la música de Ginastera
por Aurora Nátola-Ginastera

Tuve el privilegio de haber sido la esposa de uno de los más grandes compositores de nuestra época y al mismo tiempo convertirme en su musa e intérprete.

Después de tres años de silencio, Alberto Ginastera volvió a componer en 1971, desde el instante de nuestro reencuentro y casamiento. Este nuevo período se inicia con la Cantata Milena, un "collage" de las cartas de Kafka a Milena, que reflejan en cierto modo el carácter de hombre apasionado, pero al mismo tiempo introvertido de Alberto.

Su música va tomando un cariz cada vez más humanizado y profundamente poético. Esta evolución — evidente en la Serenata opus 42, el Tercer Cuarteto y su gran obra maestra Turbae ad Passionem Gregorianam opus 43, que concluye con un "Deo Gratias y un himno del siglo VI que dice: "Aurora lucis rutilat"— para alcanzar el apogeo en el Concierto No. 2 para violoncelo y orquesta. Este concierto fue escrito especialmente para mí como expresión de su deseo de crear una obra que celebrase nuestra unión, una inmensa y continua felicidad durante 12 años y medio. La música de Alberto es un precioso aporte al siglo XX y su muerte significó una gran pérdida para todo el mundo artístico.

Aurora Nátola-Ginastera


Introducción a la música de Ginastera
por Malena Kuss

"Yo soy de la opinión que componer es crear una arquitectura, poner en orden y en valores ciertas estructuras, considerando al mismo tiempo la totalidad del conjunto. En la música, esta arquitectura se elabora en el tiempo. Cuando el tiempo ha pasado, cuando la obra se ha desarrollado, una realidad perfecta sobrevive en el espíritu. Sólo entonces es posible decir que el compositor ha logrado elaborar esta arquitectura."1

La muerte interrumpió la jornada de Alberto Ginastera en aquel instante — en las palabras de un poeta —"en que había alcanzado su definición mejor," dejando incompleta la trayectoria de su pensamiento en obras que aún vivían en su mente y que ya nunca serán escritas. Y surge, con su desaparición prematura, la necesidad de reconsiderar la compleja esencia de una poética musical de vasto alcance para la estética y teoría musicales del siglo XX que, hasta el momento, ha sido sólo parcialmente investigada. Ya que, trascendiendo la intensidad expresiva, el virtuosismo instrumental, y la exuberancia rítmica asociadas con su música, Ginastera concebía el acto creador como un proceso lento y casi tortuoso de transformar, "en noir sur blanc," sus visiones mercuriales en madejas sintácticas de intrincada factura. Su intelecto prístino y lógico — que un crítico americano comparó con la rigurosa elegancia intelectual de las figuras de la Bauhaus2 — y su porte impecablemente metódico, resultaban paradójicos frente a la intensidad desbordante de sus concepciones sonoras. No existe, sin embargo, ese "tremendo contraste entre la personalidad externa y su vida interior," como lo sugirió en una oportunidad Aaron Copland.3 Ambas parecerían menos contradictorias si se situaran en el contexto de una generación de notables artistas argentinos, enraigada en los valores de una clase media conservadora que emulaba a Europa y que, al mismo tiempo, se proponía desencadenar el contenido expresivo de un pasado cultural inexplorado.

Es también inadecuado continuar disociando la obra de Ginastera en períodos estilísticos de características rígidamente delineadas. El sentido de continuidad que lo impulsó a iniciar su segunda ópera Bomarzo (1967) con el acorde final de Don Rodrigo (1964), y la recomposición de materiales en obras que abarcan casi más de tres décadas (como ocurre con las correspondencias estructurales y temáticas entre la Pampeana No.2 [1950] y la Sonata para Cello [1979]) fusionan etapas en la elaboración de un lenguaje personal que retiene consistencia estilística ante la necesidad de internalizar rápidos cambios estéticos. Más objetivo y preciso es considerar las cincuenta y tres composiciones que representan su obra completa (1937-1983) como una búsqueda ininterrumpida de síntesis entre las fuentes folklóricas que forjaron su lenguaje y definen Ia identidad de su cultura, y las técnicas del siglo XX que Ginastera aprendió a manipular con consumado virtuosismo.

De los elementos folklóricos que caracterizaron su estilo entre 1937 y 1952, Ginastera retuvo sólo rasgos estructurales en obras posteriores a Don Rodrigo (1964), su primera ópera. En la música tradicional argentina, sin embargo, Ginastera no buscó solamente inspiración temática — como lo hicieron tantos compositores del período nacionalista —sino aquellos rasgos esenciales de los gestos folklóricos que él transformaría en células generadoras dentro de la evolución de su propio lenguaje. A la adopción del método dodecafónico en el Segundo Cuarteto de Cuerdas (1958), prefigurada en el segundo movimiento de la Sonata para Piano No. 1 (1952)—un método que Ginastera incorporó con ingenio magistral en obras como el Concierto para Violín (1963) y Don Rodrigo (1964)—sigue un periodo de experimentación con técnicas aleatorias en obras que incluyen la Cantata Milena (1971) para soprano y orquesta sobre textos de Kafka. Entre las obras que representan una culminación de diferentes procesos de síntesis cabe mencionar las Variaciones concertantes (1953), la Cantata para América mágica (1960), la ópera Bomarzo (1967), y composiciones de la década del setenta, en que un nuevo constructivismo anti-dogmático educe una libertad interior de concentrada intensidad póetica, como en el Cuarteto para Cuerdas No. 3 con soprano (1973) y las Glosses sobre temes de Pau Casals (1976). A mediados de la década del sesenta, y coincidiendo con la retención de elementos de derivación folklórica sólo a niveles estructurales, Ginastera comienza a explorar formas de mayores dimensiones. La ópera lo atrae porque sólo la magnitud de este género puede ahora contener y proyectar una progresiva intensificación de sus visiones dramáticas, que fluctuarán entre lo heroico y poético en Don Rodrigo, hasta lo surreal, alucinante y fantástico en Bomarzo y Beatrix Cenci. Entre 1975 y 1983, Ginastera completó siete de los ocho movimientos de lo que sería su última obra de vastas proporciones, el Popol Vuh, un fresco sinfónico basado en la creación del mundo Maya y otra apoteosis de ese elusivo pasado precolombino que inspiró la Cantata para América mágica y nutrió su imaginación musical intermitentemente desde la composición de su primer ballet Panambí (1937).

Consistente con ese ideal de perfección interna, que lo impulsaba a revisar detalles en sus obras hasta el punto de posponer indefinidamente la publicación de muchas de ellas, fue su rechazo de toda estética que delegara control de la concepción de la obra al ejecutante, revelando con esta actitud un vínculo inalienable con la tradición clásica europea que se manifiesta tal vez más claramente en su concepción de la forma. Es especialmente en la sonata y el concierto — formas concebidas como vehículos no sólo de contraste dramático sino, especialmente, de virtuosismo instrumental genuinamente idiomático — en que el compositor retiene su pasado romántico. Entre éstas, las obras para cello asumieron para Ginastera un profundo significado personal durante los últimos doce años de su vida, ya que fueron inspiradas, dedicadas, y siguen siendo brillantemente ejecutadas por su segunda esposa Aurora Nátola.

La fascinación de Ginastera con la permanencia que representan las rocas de Bomarzo no es fortuita. El círculo de su vida, como la del Duque, se ha cerrado. Y, en el tiempo, sobreviven la perfección de su síntesis y la convicción de su mensaje. Pero, en última instancia, es el equilibrio clásico que rige el orden interno de sus obras lo que le asegura su permanencia entre las figuras seminales de la música del siglo XX.

Malena Kuss, 1986
(University of North Texas)

1 Alberto Ginastera, “A la découverte d’un compositeur d’aujourd’hui,” entrevista por Luc Terrapon en Musique Information, periódico oficial de Jeunesses Musicales de Suisse (April 8, 1982)
2 Donal Henahan, The New York Times Magazine (Marzo 10, 1968), 86
3 Ibid., 72

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